¿Hasta qué grado tiene un paciente el derecho de elegir su propio tratamiento en caso de una enfermedad?
¿Debe un juez intervenir en estos asuntos?
¿Qué es más importante la vida o la libertad?
Aunque parezcan muy fáciles las respuestas, hace unos años tuve la oportunidad de seguir muy de cerca el caso de un familiar muy próximo que tuvo que tomar una decisión muy importante con relación a un tratamiento que el cirujano médico le propuso debido a un mioma uterino que debía ser extirpado en una operación quirúrgica.
El caso
M.M.F., mayor de edad tuvo que ser ingresada en el hospital Virgen de la Salud de Toledo, debido a las hemorragias que venía sufriendo regularmente debido a un mioma uterino submucoso, que por la ubicación en el útero produce esta patología. La situación necesitaba atención inmediata puesto que la paciente, debido a las hemorragias que sufría, estaba muy débil y con una anemia considerable. En el momento de su ingreso tenía 8 de hemoglobina, cinco días después 6.
Cuando llegó el momento de hablar con el equipo médico sobre el procedimiento quirúrgico y riesgos que este suponía, M.M.F. le notificó a su equipo médico, con el cirujano que iba a realizar la intervención a la cabeza, que ella estaba dispuesta a colaborar con todo lo que el equipo médico dictaminase, pero con la excepción de las transfusiones de sangre. Ella, como testigo de Jehová, se negaba a que se usara este tipo de terapia en caso de necesidad debido a sus convicciones morales y religiosas. Solicitó que ante este supuesto de la necesidad de una transfusión de sangre se usaran otras terapias alternativas (soluciones salinas, eritropoyetina, etc.) con las que ella estaba de acuerdo. Es decir, ella se negaba, no a todo el tratamiento para su delicada situación, sino a una parte del tratamiento en caso de que fuese necesario y propuso alternativas.
El equipo médico razonó con ella sobre la situación en la que se encontraba y que debido a la anemia y a las más que posibles nuevas hemorragias durante la intervención quirúrgica su vida podría correr peligro. La intentaron convencer durante numerosas ocasiones de la necesidad de que les diera autorización de usar las transfusiones de sangre durante la operación si se hiciera necesario.
M.M.F. les agradeció profundamente el interés que el equipo médico estaba teniendo con ella, pero les recordó que ella tenía derecho a elegir el tratamiento que creía más conveniente en su caso, y aunque colaboraría con el equipo médico en todo lo que dispusiera, sin embargo, en lo relacionado a las transfusiones de sangre no podía aceptarlas debido a sus profundas convicciones morales y religiosas. Además les comentó su duda o preocupación sobre este tipo de tratamiento debido a los peligros potenciales que pueden acarrear las transfusiones de sangre (infecciones virales, VIH, disminución de la capacidad del sistema inmunológico, etc.) como en numerosas ocasiones ha quedado demostrado.
M.M.F. les comentó que ella entendía su postura y que comprende que para los médicos salvar la vida es prioritario, pero les dijo que si por su postura hubiera complicaciones en la intervención quirúrgica ella los exoneraba por escrito de cualquier responsabilidad ya que la única responsable de las consecuencias negativas era ella. Además en vista de la poca colaboración y acoso al que se veía sometida les informó que estaba dispuesta a que le dieran el alta, si ellos lo veían oportuno, y se buscaría otro equipo médico más colaborador. Ellos se negaron.
Como se podrán imaginar hubo un tira y afloja entre ambas partes. Puesto que la posición de M.M.F. era inflexible en este punto y era mayor de edad, el equipo médico se vio ante una disyuntiva: ¿Seguimos adelante respetando los derechos del paciente a la elección del tratamiento o rechazamos el caso y que sea otro equipo médico, quienes aceptando los principios de la paciente, realice la operación sin el uso de sangre?
Parece que estas dos eran las posturas más lógicas; pero no, de repente todo dio un giro inesperado.
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